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Derrotando al Dr. Oscuro

El día que llegó la diligencia

El día que llegó la diligencia, Angustias Sepúlveda se agarraba desconsolada a sus amigas, pidiendo entre sollozos a su padre que no la obligara a abandonar el pueblo, su familia y todo lo conocido para casarse con un hombre del que no había visto más que una fotografía pálida y difusa de tamaño carné, por favor Padre, no me obligue, no quiero casarme Padre, deje que me quede con usted y Madre y Juana, Padre por favor. El escándalo se evitó gracias a la mediación de Juana, la única que había visto al novio y que había dado su palabra a su amada hermana de que el varón no merecía tacha ni desprecio. Juana, agarrando a su hermana del brazo, se encerró con ella en la trastienda del negocio familiar dando orden de hacer esperar a la diligencia, y al cabo de media hora, salieron, ambas secándose las lágrimas y sujetándose la una a la otra por la cintura, ante la expectación en la plaza, donde se había congregado medio pueblo. Dirigiéndose al padre, Juana sentenció: ‘Se va, Padre, y yo con ella’. Aliviado, Don Ignacio Sepúlveda pagó al cochero la espera y montó a las dos hijas en la diligencia, prometiendo que en el próximo viaje mandaría el equipaje de la hermana, por quien, temiéndola ya solterona, se alegró más que por la prometida.

 

Juana conocía al novio, Esteban Fuentes, pues fue la encargada de, apenas un mes antes, acudir en nombre de la familia a los preparativos de la ceremonia, que se celebraría en la gran casona que los Fuentes tenían en Villanueva. Había acordado un código con su hermana, para que Angustias no tuviera que soportar la espera del correo, y cuando hablaron por teléfono, con el resto de ambas familias pegando el oído al auricular, tosió en el momento de pronunciar el nombre de Esteban, señal convenida de que el mozo era bien parecido y decente. ‘En gustándole a mi hermana’ razonaba Angustias en su verbo rústico, ‘me gustará a mí’. En verdad, en la fotografía que Esteban le había enviado con sus primeras cartas se adivinaba un hombre de hombros anchos y fuertes, con el bigote elegante y curvado a la moda, ojos oscuros y firmes aunque capaces de mostrar ternura y unos bucles en el pelo que recordaban a cierto político con más fama de mujeriego que de honesto y que enamoraba a las mujeres de los pueblos desde los carteles electorales. No obstante, los miedos de Angustias eran muchos, algunos razonables y otros productos de su fantasía infantil, pues aún era una adolescente cuando recibió las primeras cartas del enamorado. En sus pesadillas, Angustias veía a su esposo cojo, manco, jorobado, con cuerpo de cabra, pezuñas en vez de manos, lleno de eccemas, patizambo, enano, ciego, sordo y mil taras más que su madre le reía, sorprendida de la fantasía de la niña y preocupada por sus lecturas. La llegada de su hermana, que entre cuchicheos en el dormitorio, en la mesa o en la parroquia le describió a su futuro marido como más atractivo que cualquier hombre del pueblo, de carácter más noble y de mayores recursos económicos, despejaron sus miedos hasta que llegó la diligencia y ella se encontró por última vez como soltera frente a sus amigas y su familia.

 

Aunque entonces era frecuente casar a los hijos por asuntos económicos y de otros intereses más cercanos a la billetera que al corazón, el matrimonio de Angustias y Esteban fue producto del amor, sólo que éste no surgió entre los enamorados, sino que fue Don Alberto, futuro suegro de Angustias, quien quedó prendado de ella. Durante unas vacaciones junto a su mujer, Doña Inés, en el balneario que daba fama y dinero al pueblo de Angustias, Don Alberto se fijó en la joven, quedando impresionado de su belleza frágil, cintura estrecha y larga trenza, y decidió que no debía ser para otro más que para su primogénito Esteban. Presentándose a su futuro consuegro, le pidió permiso para que su hijo, que aunque holgazán y pendenciero como todos los jóvenes a su edad –‘¿Y quién no ha sido joven, compadre?’- tenía un futuro económico más que asegurado con la empresa familiar y daba muestras de estar sentando la cabeza, escribiera a Angustias, con la mejor de las intenciones. La franqueza de Don Alberto, su carísimo traje y sus maneras de noble entusiasmaron al señor Sepúlveda, que permitió la correspondencia e incluso prometió que su hija respondería encantada al interés del galán. Sólo cuando las cartas entre su hija y aquel desconocido se hicieron más frecuentes y Angustias se entusiasmaba más y más con ellas, quizá sin comprender lo que significaban, se dio cuenta de que había prometido a su hija con un completo desconocido que bien pudiera no tener donde caerse muerto, por lo que mandó a Juana con el encargo de preparar la boda y, de paso, informarse sobre los asuntos de la familia Fuentes. Así, el entusiasmo de Juana al volver contagió a padre e hija, que sólo volvieron a dudar cuando el cochero de la diligencia ya se impacientaba por la tardanza. El sacrificio de Juana, que consiguió que su hermana le rogara que la acompañara y se fuera a vivir con ella y su marido, salvó a los Sepúlveda del escándalo.

 

Esteban y Angustias se instalaron en Villanueva en la casa familiar, con Don Alberto y Doña Inés, que al poco de ser abuelos insistieron en ser llamados Padre Alberto y Madre Inés por el resto de la familia. Acomodaron a Juana en el dormitorio contiguo, de modo que las dos hermanas pudieron continuar su complicidad sin límites, pasar juntas los días, aprender a llevar la casa y criar a los hijos de Angustias. Tía Juana, como pronto fue llamada por todos los de la casa, se hizo pronto con las riendas de la cocina, la limpieza y la organización, mientras que Angustias se encargaba de los niños, que Juana apenas soportaba, contándoles las viejas historias con las que ella fantaseaba de pequeña. Esteban resultó un buen marido y Angustias pronto aprendió a quererlo, a apreciar su carácter, su cuerpo y el sexo. Las primeras veces Angustias palidecía de miedo con los embates de su marido, y no soportaba la vergüenza de pensar que, al otro lado de la pared, Juana los escuchara. Pero cuando Esteban calmó sus ansias de primerizo y aprendió a mimar y acariciar el cuerpo de su esposa, Angustias conoció el placer y, en ciertas ocasiones, incluso Esteban le rogaba que bajara la voz, sintiendo también la presencia de la hermana tras los muros. Antes de un año nació Inés, la primera de los diez hijos que parió Angustias, de los que siete sobrevivieron a los dos primeros años de edad. En las cartas que mandaba a sus padres, éstos a veces se sentían incapaces de seguir los nombres y edades de sus nietos, pues cuando un niño fallecía ponían su nombre al siguiente, e incluso repitieron nombres (dos hijos Alberto y dos niñas Inés, de tan amados que eran los abuelos), y además cada hijo, en su complicidad con la madre, tenía un apodo único aunque tan parecido al de sus hermanos que, salvo Angustias, ningún adulto podía separar. Esteban y Angustias tuvieron un hijo más, que no fue, sin embargo, parido por Angustias. Un día en que Angustias estaba revisando las sábanas de su dormitorio por si había que hacerlas cambiar, escuchó sollozar a su hermana en el cuarto de al lado. Al principio creyó que era uno de sus hijos, pues nunca había visto llorar a Juana, así que entró deprisa en el dormitorio para regañarle, pues tenían prohibido molestar a la Tía en su cuarto. Pero al abrir la puerta se encontró a su hermana, tendida sobre el colchón ahogando las lágrimas contra la almohada y, por un instante, no supo reaccionar. Luego se acordó de cómo la había consolado tantas veces ella y se acercó suavemente, le acarició la cabeza y con un susurro le cantó la nana con que Juana la dormía cuando era pequeña. Juana se echó sobre el regazo de su hermana, desconsolada, gimiendo ay hermana, ay hermana, qué va a ser de mí, hermana, hermanita, tengo tres faltas, tres faltas, ay qué vergüenza. Angustias no pudo contenerse, rompió a reír, intentó taparse la boca pero la carcajada la venció. Hermana, y yo que pensaba que no conocías varón. Juana no quiso dar el nombre del padre, que en cualquier caso no volvió a aparecer, y Angustias ideó un engaño para evitarle la vergüenza a su hermana, muy respetada en Villanueva y la más devota de la parroquia. Como, en cualquier caso, Juana apenas salía de casa para ir a misa y alguna compra esporádica y en las fiestas, decidieron que este año no saldría más que para ir a misa, y entonces iría vestida con ropa amplia y oscura que, de todas maneras, no desentonarían con su vestimenta habitual. Mientras tanto, Angustias fingiría un embarazo, colocándose durante algunos meses un cojín en la barriga que fueron llenando progresivamente de plumas de pato y harina. Como había estado embarazada prácticamente todo el tiempo desde que llegaron a Villanueva y había sufrido ya algún aborto, a nadie le extrañaría verla embarazada ni el nacimiento de un niño levantaría sospechas. Para evitar problemas, le confió a su marido sus planes, de modo que tuvieron bien cuidado durante los meses que duró el embarazo de Juana. Cuando nació el niño, que llamaron Ignacio como el abuelo materno, hasta Padre Alberto y Madre Inés lo recibieron como un nieto propio y nunca se supo en Villanueva del pecado de Juana. Ignacio no heredó de su madre ni la salud de hierro, ni el carácter decidido ni el corpachón de su madre. Resultó un niño tímido, retraído, que andaba siempre entre las faldas de Angustias –a quien creía su madre- y apenas era capaz de levantar la vista delante de los desconocidos. Los demás niños notaron que Juana perdonaba en él todos los defectos que les recriminaba a ellos, pero ninguno pudo sentir celos de él, y se turnaban para cuidarlo en sus innumerables enfermedades, caídas y accidentes. Juana, que en privado sí se lamentaba ante Angustias del carácter de su hijo, no sé a quién le ha salido este esmirriao, a ver si al final es de verdad hijo tuyo y no mío, temía que el niño no llegase ni a los cinco años de edad, y continuamente estaba pendiente de que no corriera, no se expusiera a corrientes, no saltara ni jugara ni sudara. Pero Ignacio cumplió los cinco años, y los siete, y los diez. En su décimo cumpleaños, los Fuentes dieron una fiesta para todos los niños del pueblo, compraron piñatas, caramelos e hicieron montar una pequeña noria en la plaza. Se mataron cinco lechones y una ternera para la parrillada, a la que asistió hasta el gobernador, y la tarta, se rumoreaba, iba a ser más grande que cualquier pastel de bodas visto en los alrededores. Juana y Angustias se levantaron antes que los gallos la mañana de la fiesta, mandaron recoger huevos, supervisaron la elaboración de los aperitivos y la colocación de las mesas, toda la mañana juntas, entre risas, fue el día que Angustias vio más feliz a su hermana y se sintió ella misma igualmente contenta. Faltando apenas una hora para el comienzo de la fiesta, se avisó en la cocina de que hacía falta más aceite, pero todos los criados estaban ocupados en una u otra tarea. ‘Ya voy yo, lo mío ya está hecho, ahora falta la guinda, y para eso tú tienes más gusto’ decidió Juana, y bajó a la despensa donde se guardaba el aceite, olvidándose, de pura felicidad, de llevarse una botella donde traerlo. Angustias, al pasar por la cocina, encontró la botella del aceite y rió pensando que jamás su hermana había olvidado un detalle como ese, cogió las botellas y bajó a la alacena, con Ignacio, como siempre, correteando entre sus piernas, casi me tiras, hijo, mira por donde vas.

 

En la despensa, apoyados contra las tinajas, Esteban y Juana se abrazaban, las faldas de ella subidas y los pantalones de él por el suelo, dándose placer como habían hecho desde que Juana acudió, un mes antes de la boda, a conocer a su cuñado y se enamoraron el uno del otro sin remedio. Angustias dejó caer las botellas, y el sonido del cristal alertó a los amantes, sorprendidos en pecado tras casi veinte años de amores secretos.

 

-         Fuera – fue lo único que dijo Angustias.

-         Angustias, hermana, escúchame – intentó Juana, pero nada en la mirada de Angustias invitaba al diálogo o a las explicaciones.

-         He dicho fuera. Vete de esta casa y no vuelvas. Nunca.

 

Juana buscó apoyo en Esteban, que miraba al suelo, sujetándose los pantalones con una mano, avergonzado pero seguro de no salir mal parado de la sorpresa. No miró a Juana, ni a Angustias, ni a su hijo Ignacio; se abrochó los pantalones, salió de la despensa, y lo único que acertó a pedir al salir fue que no arruinaran con un escándalo la fiesta. Juana, comprendiendo que perdía también a su amante, intentó salvar lo único que le quedaba:

 

-         Mi hijo…- dijo.

-         No es tu hijo –respondió seca Angustias-. Es hijo de mi marido, y con su padre se queda.

 

Juana abandonó Villanueva esa misma noche, en la misma diligencia que las había traído dieciocho años atrás. No volvió a casa de sus padres, sino que a mitad de camino se bajó, tomó un tren y se fue a la capital, donde encontró trabajo de gobernanta en una casa repleta de niños y falta de orden. Angustias no volvió a mencionar a su hermana delante de su esposo, y en el pueblo se dijo que Tía Juana había cumplido su promesa de ingresar en un convento cuando los niños estuvieran criados. La noche en que Juana abandonó la casa de los Fuentes, Angustias y Esteban hicieron el amor por última vez, con la misma pasión de sus primeros años de casados. Al día siguiente, Angustias se instaló en el dormitorio de Juana, advirtiendo secamente a su marido:

 

-         No volverás a tocarme, jamás. No lo intentes.

 

Pasaron cinco años antes de que Angustias volviera a saber de su hermana. La hija mayor de la casa donde estaba empleada la localizó tras no poco esfuerzo, y le mandó una carta haciéndole saber que Juana estaba muy enferma, que el médico no tenía esperanza y que lo único que podía recomendarle era dejar el aire viciado de la ciudad y volver al pueblo. Juana, decía la carta, siempre había contado que su hermana Angustias era lo único y lo más querido que tenía, de modo que le rogaba, por amor de Dios, que accediera a tenerla en casa, pues Juana insistía en que nunca la acogería y no quería molestarla, pero una señora como ella no podía tener tan grave pecado que no pudiera ser perdonado, y menos por una hermana, tenga Usted razón, señora, y acéptela de nuevo en casa. Juana hizo por tercera y última vez el viaje en diligencia y fue el propio Ignacio quien acudió a recoger sus maletas, hecho ya un hombre, sin rastro de las tantas enfermedades que padeció en su infancia. La instalaron en un dormitorio del piso de las criadas, pues Angustias opinó que allí era donde más y mejor aire entraba y que, por tanto, en ningún lugar podría estar mejor la enferma. Sus sobrinos apenas pudieron reconocer en aquella vieja marchita al general inflexible que recordaban de su infancia, de tantos surcos que habían dejado las lágrimas en sus mejillas. Esa noche, cuando Esteban entró en el comedor a la hora de la cena y vio a Juana sentada a la mesa, con las manos escondidas en el regazo, la mirada perdida irreconocible, el moño señalado de canas, observando fijamente un punto indefinido de la pared, sintió que su corazón se derrumbaba y recordaba de golpe las tantas acometidas en el desván, la despensa, el asiento de atrás del coche nuevo, la sacristía de la iglesia donde se casó con Angustias. Ésta, sin mirarle a los ojos, le puso la sopa por delante y se limitó a informarle:

 

-         He despedido a la cocinera. Con la Guerra, ya sabes, cada día da para menos, ya no nos lo podemos permitir. Así que a partir de ahora cocinaremos Inés y yo, y, hasta que aprendamos, habrá que aguantarse –dijo, señalando el mal aspecto de la olla.- Ah, y mi hermana está enferma, así que se viene a vivir con nosotros –añadió como si fuera un detalle sin importancia -. Mírala, pobrecilla. Ha perdido la cabeza, parece. Me temo que tenemos otra niña en casa.

 

Esa noche, Angustias lloró abrazada a su hermana, tendida en su cama, después de desvestirla, lavarla, ponerle el camisón y arroparla, mientras Juana le acariciaba el pelo y le cantaba la nana con que solía dormirla cuando eran pequeñas.

2 comentarios

María José -

Increíble

Luis -

Una historia increíble... ¿O quizá muy creíble? ;)