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Derrotando al Dr. Oscuro

Recuerdo

Recuerdo...

El interminable, caluroso, pegajoso verano. La Casería en el campo, el olivar, la era, la piscina, los catorce primos juntos otra vez. Las mañanas remojado en el agua, observando paciente cómo la piel se acartona, cómo me convierto en garbanzo. El silencio de la siesta La bicicleta por la tarde y aquellos cuatro kilómetros hasta La Esperanza, donde comprábamos chuches; la fuente de Don Pedro con su sabor a hierro, a manantial, a cabra. La desafiante cuesta abajo a la vuelta, sin manos, guiando la bici con las rodillas, agarrando rápido el manillar si se oía gritar “¡Coche!”. El asfalto en mis rodillas, en mis codos, en mi cara. El miedo a otra caída, el miedo insensato que no evitaba que, todas las tardes, repitiéramos la experiencia. La llegada de mis abuelos al caer el sol, siempre anunciada por los ladridos de los perros, el viejo Renault azul oscuro subiendo la cuesta acompañado de los mastines vociferantes. Mi abuelo venía también por la mañana, con la compra y las tareas del día, luego iba a buscar a la abuela Baba y por la noche demoraba todo el rato que podía volverse al pueblo. Era feliz allí, rodeado de hijas, yernos, nietos y perros.

El corto, helado, fugaz invierno. La enorme casa en el pueblo, los escalones de madera que crujían como gritando, el suelo del desván cubierto de cebollas que para nosotros eran el mar rodeando nuestro barco pirata. El salón de verano en la planta baja donde leía aventuras en el frescor de la tarde. El almacén de juguetes en la planta de arriba, con todas las viejas muñecas de mi madre y sus hermanas durmiendo en baúles junto a disfraces de carnaval, caballitos de madera y el viejo y oxidado material médico. Las sábanas heladas, el escalofrío que sentía al estirar las piernas bajo las mantas, forzándome a aguantar hasta que mi cuerpo conseguía calentar la cama y me quedaba dormido esperando a los Reyes. El armario en el pasillo, una puerta camuflada en la pared, con el mismo papel pintado que el resto de la casa, y el secreto que mi abuela compartía conmigo: el escondite de la llave que daba acceso a los caramelos. La tostada con aceite, hecha en la chimenea, que desayunaba mi abuelo y yo al lado, orgulloso de ser el único de los catorce nietos que compartía su costumbre de levantarse temprano. Pasear con él por el pueblo y notar el respeto de los vecinos, ese trato afable y caluroso que daban a  Don José. El despacho cerrado de la planta baja, la única habitación cerrada con llave en la que sólo entré el día que enterramos a mi abuelo y, sentado junto al ataúd, le tocaba la cara esperando que despertase.

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