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Derrotando al Dr. Oscuro

Mátame a mí

I

La conoció en el bar del hotel, en una noche de auto-homenaje por sus tantos éxitos, y no pudo parar de pensar en la acumulación de lugares comunes que juntaban entre los dos. Él era un exitoso ejecutivo de una multinacional en viaje de negocios, casado, hombre de familia, adinerado, solo, con la corbata asomando del bolsillo de la chaqueta y el cuello de la camisa desabrochado, tomando un bourbon con hielo en su última noche en la ciudad. Ella elegante y sofisticada, con un punto misterioso, seductora, envuelta en un vestido rojo a juego con el terciopelo de los taburetes, el carmín de sus labios, el líquido de su copa y los zapatos de tacón, descalzados y colgando graciosamente de la punta de sus pies. Frases ingeniosas, insinuaciones ocultas y pausas para el cigarrillo. Decidió completar el cuadro con las frases apropiadas:

- Dime, ¿a qué te dedicas?
- Todos nos dedicamos a lo mismo, en este hotel, ¿no es así? – respondió ella, señalando con la cabeza los maletines de cuero acolchados que ambos tenían apoyados en los taburetes vecinos.

Mujer de negocios, pensó, sola, cansada de viajar, se promete cada semestre que, en cuanto reúna el suficiente dinero, dejará la consultoría y se dedicará a su verdadera vocación.

- Sí, en todos los hoteles. Estamos por todas partes, somos una maldición. La octava plaga que Dios envía a los que tienen prisionero a su pueblo – el chiste era de un empleado, uno de los mejores, uno de los que sacrificaba su vocación por más dinero -. ¿No sería fantástico encontrarse en algún hotel con otras profesiones, conocer, no sé, abogados, médicos de congreso, catedráticos?
- Políticos, actores… - continuó ella.
- Espías.
- Asesinos – y los dos se sonrieron con la ocurrencia.

Le gustaba el aire travieso con el que ella jugaba, los guiños de inocente provocación que colaba en la conversación, acercándose lo suficiente para que él pudiera adivinarla para seguidamente envolverse en secretos y mentiras no menos inocentes con que desconcertarlo.

- ¿En qué tipo de hoteles se hospedarán los asesinos? –dijo él-. En éste no, está claro… - añadió señalando el adefesio de terciopelo que recorría el borde de la barra.
- Quién sabe…- contestó ella, jugueteando con sus uñas rojo #432 y el dorso de la mano de él -. A lo mejor a los asesinos también le pagan el hotel sus clientes, que tendrán el mismo pésimo gusto de todos los clientes.
- Cierto, casi puedo imaginarlos -continuó él, queriendo seguir su juego-. Se inscriben con un absurdo nombre falso, despliegan sus dossiers en la colcha de la cama mientras se dan una ducha rápida, guardan la mira telescópica en la caja fuerte de la habitación y las balas en la mesilla de noche y salen a buscar a su objetivo –él mismo rió su ocurrencia, imaginó un despiadado asesino de cicatriz en la cara e implacable sangre fría, llevando el albornoz blanco con el anagrama de la cadena hotelera, usando el abrillantador de zapatos junto al ascensor, camuflado de anodino entre anodinos.
- Eso hacemos. Porque, de hecho –añadió ella sonriéndose-, yo misma soy una asesina. De las buenas, y muy cara. Pero, como te he dicho, mi cliente tenía un pésimo gusto.
- ¿Tenía? –preguntó con una carcajada- ¿Lo has liquidado?
- Oh, no, yo no... Un colega –apuró el vaso despreocupadamente, divertida, e indicó al barman (pues los hoteles para hombres y mujeres de negocios despiadados no tienen camareros sino barmen con chaleco y pajarita) que llenase ambos otra vez. Era su tercer Cosmo y se sentía relajada, caprichosa-. Hace un rato me llamó su amante, ya sabes, la cómplice. Se ve que se han adelantado... Un caso típico: matrimonio millonario sin hijos pero con amantes, en trámite de divorcio. Los papeles no están firmados, así que en caso de fallecimiento, la herencia es completa para el cónyuge. Ambos contratan un asesino para matar al otro, el más rápido gana. Mi cliente –brindó ella- ha perdido.
- Típico de los clientes –fingió enfadarse él-. Ahora, claro, no pagará...
- Oh, no, querido –interrumpió ella-, no hay peligro: se cobra por adelantado. Más aún en casos como estos.
- Ah. Enhorabuena, entonces. Máximo beneficio con mínimo esfuerzo, un negocio estupendo –dijo él-. Brindo por eso.

Brindaron, por los buenos negocios, por el beneficio, por el trabajo bien hecho, y, después de llenar las copas por cuarto vez, de nuevo por el beneficio y, por supuesto, el éxito. Con el quinto bourbon la chaqueta de él estaba arrugada sobre el maletín en el taburete y los zapatos de ella perdidos bajo la barra.

- Dime, y ahora que tu cliente ha... –preguntó él-, ¿cuál es tu próximo trabajo? ¿Más líos familiares, un marido traicionado, pasión y dinero?
- No, no más maridos, no más mujeres, de momento... Son los casos más peligrosos, ¿sabías? Otros encargos son más seguros para el ejecutor. Es la palabra que usamos –explicó ella-, en la jerga. Ya sabes, los colegas.
- Ejecutor. Me gusta. ¿Lo ponéis en las tarjetas?
- Los políticos, por ejemplo –le ignoró ella-. Tienen tantos chanchullos que su muerte no se investiga demasiado, hay mucho que tapar. Pero los líos de faldas siempre traen problemas, son los más complicados.
- Claro... –dijo él, algo cansado ya del juego, pero manteniendo visible el interés.
- En cualquier caso –terminó ella, estirándose levemente-, en estos instantes estoy de vacaciones. En paro, más bien –se corrigió-. Nada a la vista.
- Vaya, lo lamento. ¿No marcha bien el negocio de la ejecución?
- Oh, sí. Acabo de cobrar, ya sabes, estoy cubierta para unos meses. Pero no es bueno estancarse. Podrías... –empezó ella, pero pareció interrumpirse.
- ¿Sí? ¿Qué ibas a decir?

Le miró un instante a los ojos, buscando un brillo, una sombra, un abismo.

- Podrías... contratarme tú.
- ¿Yo? –rió el-. ¿Y a quién querría yo mandar asesinar?
- Ejecutar –corrigió ella.- A tu socio, por ejemplo. Seguro que tienes un socio de quien ya no puedes fiarte. Te engaña con las cuentas, pierde clientes importantes, quizá esté pensando montar su propia empresa, volar solo. Todos los ejecutivos tenéis socios así.
- No, Fernando no...
- Oh, seguro que no. A tu esposa entonces. Aunque, ya te he dicho, preferiría que no fuera otro asunto sentimental. Tantos años de casados, habéis perdido la pasión. La dejarías y te irías con tu amante, pero ella se quedaría con la mitad de todo lo tuyo, claro. Además, le dejarías el terreno libre para hacer lo propio con su amante. Que, por supuesto, es tu propio socio –dijo ella, y se le iluminó la sonrisa-. Puedo hacerte una oferta: el segundo te sale por la mitad de precio.
- ¿Bromeas? –rió él otra vez, aunque algo incómodo ya-. Marisa tiene un amante, sí, quizá alguno más... Pero no la mataría por eso. Yo –y procuró que sus palabras tuvieran el tono más incitante posible-, yo también peco algunas noches, tantas noches en lujosos hoteles lejos de casa...
- ¿Tus hijos? – interrumpió ella sin prestar atención a sus insinuaciones –. No dan palo al agua, viven de tu esfuerzo, te has matado por ellos y lo único que hacen es darse a la buena vida, los ingratos, nadie quiere tomar el testigo. O a tu futuro yerno. Ese cabrón, que se acuesta con tu hija en tu misma casa, que se le iluminan los ojos pensando en el negocio que hará casándose con ella, que, tú lo sabes, no va a hacerla feliz, no la merece.
- Mira, por ahí quizá sí. El muy cabrón, ja ja…
- Bueno, pues ya sabes. Profesionalidad y eficacia. Por supuesto, discreción garantizada –prometió ella, y en su mirada divertida él adivinó un interés creciente en averiguar hasta donde querría continuar él con el juego.
- Y, dime, ¿cuánto costaría un asesin... una ejecución?
- Depende, por supuesto. Cualquier matón de la calle te lo haría por cuatro perras. Pero te pillarían, si es muy chapucero, y lo será. Un buen profesional –y dijo esto señalándose a sí misma- cobra no menos de seis cifras.
- ¡¡Seis cifras!! Algo caro, ¿no?
- ¿Qué esperabas? –replicó ella-.
- No sé... cuatro cifras, ¿quizás? Ya sé que es una profesión de riesgo, pero....
- No es sólo que sea arriesgado –interrumpió ella-. Es complicado, y conlleva mucha preparación, si se hace bien. Hay que estudiar a la víctima, preparar el “accidente”, prever escapes, imprevistos... Además, piensa que los asesinos también pagan hipotecas. Tienen responsabilidades, ya sabes, hijos, marido...
- ¿Estás casada?- preguntó él.

Ella se sonrió, esperaba la pregunta hacía un rato. Dejó el vaso medio vació sobre la barra, bajó del taburete y pegó su cuerpo al de él, acercando sus labios carmín a pocos centímetros de los suyos. Mantuvo un instante esa distancia, y le susurró:

- ¿Acaso importa?




II

La mañana siguiente, él despertó con su pelo en la cara, aspiró el dulce perfume y se retiró un poco para observarla. Compartía la afición de muchos hombres de retirar levemente las sábanas para contemplar el cuerpo de su amante, y se alegró de que ella pareciera tener el sueño profundo y él pudiera aprenderse sus curvas, pliegues y lunares. Volvió a arroparla cuidadosamente y se tendió, boca arriba, a esperar el sonido del despertador, que debía devolverlo a la intranquilidad propia de su trabajo. Quería repasar mentalmente las próximas operaciones, la presentación que esa misma tarde haría ante varios consejos de administración para explicarles por qué su compañía necesitaba su producto y el terrible error estratégico que sería convertirse en los únicos del sector en no implantar su solución vertical, su panacea, su tónico reconstituyente milagroso. Pero en su mente todavía rondaban las medias sonrisas, las miradas e insinuaciones que la mujer recostada junto a él le había dedicado unas horas antes. “Una asesina, qué graciosa. Matar a mi socio, a Fernando. De buena gana me libraba yo de él, claro que ya no nos fiamos el uno del otro, que mantenemos una pelea casi tribal por el control de la empresa, lo que nos afecta, vaya que nos afecta, no hay más que mirar el último balance. Pero, él lo sabe y yo también, iríamos a la quiebra sin él. El programa es suyo, tiene la patente, es él el genio informático. Sin mí no lo habría vendido ni a la tienda de la esquina, pero sin él… Sin él no hay empresa. Yo soy sustituible, pero él no. Además, no sería justo. Fernando y yo somos amigos, después de todo. Hace tiempo que no nos vemos más que en las juntas de accionistas, cierto, pero siempre seremos dos amigos que montaron una empresa juntos. No es que sea feliz en mi trabajo, ni con la empresa, pero me hace ser un hombre muy rico, y eso mantiene a mi familia unida.”

Tendido sobre las sábanas, nervioso, pensaba en su familia. Había conocido a su esposa poco después de hacerse rico. Fue una de sus primeras empleadas, cuando decidieron trasladarse del viejo apartamento en que empezó a funcionar la empresa y se instalaron en unas lujosas oficinas en un céntrico rascacielos. La contrataron como recepcionista, pero muy pronto se convirtió en su secretaria personal, y aún antes en su amante. Por ella dejó a su primera esposa, por ella se mudó a una casa más grande, con piscina y jacuzzi, dormitorios señoriales, salones para cada estación del año y cuartos de baño de diseño, en la urbanización de más renombre de la ciudad. De su primera esposa nada sabía ahora. Con ella sufrió los primeros años en que casi no tenían con qué pagar la hipoteca y trabajaban de sol a sol para encontrarse de noche, agotados, en la cama, donde poco a poco se les agrió la pasión. Tampoco le duró mucho esa pasión con la segunda, apenas los tres o cuatro primeros años. Luego, se dijo, ya se sabe, tanto tiempo fuera de casa… Ella se buscó un amante y él, cuando lo supo, calló, por sus hijos. Claro que también fue infiel desde entonces, tanto como pudo, pero en casa quiso seguir siendo un padre para mis hijos. “Claro que Susana es su madre”, pensó, “la adoran, han crecido con ella, ha sido ella quien les ha ayudado con los deberes, quien les ha llevado de compras, quien ha ejercido en casa, yo prácticamente he vivido en el trabajo. Quieren a su madre más que a su padre, y es natural. Nunca lo dirían, pero sin duda preferirían que faltara yo a quedarse sin ella. Malditos desagradecidos,” murmuró. Elena, la mayor, hacía tiempo que ni siquiera hablaba con su padre. Primero fue el modo en que vestía, luego con quién salía, más tarde sus ideas políticas, las discusiones en casa, los gritos, los reproches acumulados durante años, alimentados por su madre, el odio de una generación a un modelo de entender el mundo. El niño, en cambio, había sido siempre más modoso, menos respondón, tuvo todo lo que quiso y nunca se quejó. Admiraba a su padre, casi le imitaba en todo lo que hacía. Pero, no se engañaba, no era muy listo. En unos años terminaría los estudios, si es que era capaz, y no tenía duda de que habría que emplearlo en la oficina. Darle algún cargo, algo importante, no obstante era su hijo, quizá con no demasiada influencia, algo que no arrastrara a la empresa en su caída. En cualquier caso, los demás empleados lo verían con malos ojos, se sentirían, no sin razón, discriminados, usurpado su ascenso por un joven patán, un hijo de papá recién salido de la facultad sin ninguna idea de la vida real.

- Buenos días - susurró una voz a su lado.
- Buenos días, querida –respondió, arrepintiéndose enseguida de ése querida, que a ella le pareció extraño, pero al que no dio importancia.
- ¿Qué hora es? –preguntó ella al tiempo que se cruzaba sobre él para girar el despertador. El roce casual con sus senos le sacó de las preocupaciones familiares, devolviéndolo a las sábanas que había compartido con aquella silueta tan incitante –Oh, mierda, qué tarde…

Se incorporó sobre la cama y él pudo apreciar de nuevo sus caderas y sus nalgas, y la observó caminar sin vergüenza hacia el baño. Le pareció tan sensual como le había parecido con el vestido rojo y las piernas cruzadas en el bar. Qué mujer, se dijo, atractiva, decidida, ingeniosa. Muy inteligente, además. Había visto, en su whisky, en su corbata, en las ojeras, todas sus miserias, le había desnudado antes de desvestirlo, había adivinado sus flaquezas: su socio, su mujer, sus hijos. ¿Eran todos así, era él como todos los hombres?

- Lidia –la llamó desde la cama, y esperó a que ella se asomara, el albornoz blanco con anagrama bordado a medio abrochar-. Lo de ayer…
- ¿Sí? –preguntó ella sin perder la sonrisa.
- Mátame a mí.

Ella le miró un instante, dubitativa, como si hubiese olvidado el juego de la noche anterior y no terminase de entender el comentario. Sin decir palabra, se dirigió hasta el tocador situado enfrente de la cama y, de espaldas a su amante, extrajo un revólver del bolso, comprobó que el cargador estaba vació y se giró lentamente hacia la cama. Levantó el arma extendiendo firmemente los brazos y apuntó entre las cejas, buscando una duda, un temor, y al no verlos susurró suavemente: “Pum”.

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