Juventud, de Jhon Coetzee
John estuvo a punto de joderme la vida.
Espantado ante la posibilidad de ser llamado a filas en una Sudáfrica hirviente (la novela se sitúa los sesenta: rara es la novela de Coetzee que no referencia, de una u otra forma, el apartheid o el horror sudafricano), John decide cumplir su sueño de marchar a Europa y seguir su plan para convertirse en "un artista que transmute el mundo en arte" (tomando como modelo idealizado a Picasso). Escoge Londres, y no París como quisiera, porque no habla ni papa de francés. Rechaza un par de trabajos con muy mala pinta hasta que encuentra una oferta para hacerse programador en IBM. Pasa unos cursillos de formación y comienza a trabajar en una oficina cerca de Oxford Circus, vestido con el traje negro que compró antes de embarcar… Pero pronto queda decepcionado: esperaba que programar consistiera en convertir a lenguaje de signos y ordenadores la lógica de los programas. En vez de eso se encuentra hablando todo el día de negocio, workflow, cliente A y cliente B, ganancias, competencia… El motto de IBM es "Piensa", está pintado en grande en la gris oficina en la que trabaja. Mientras leía el libro, sólo podía estar agradecido de que a TRileros & Co. (mi empresa de entonces) no se le hubiese ocurrido nada semejante, aún: escribirían algo como "Excelencia" en las paredes. En Comic Sans.
La jornada de John, en teoría, termina a las seis. Sin embargo, sólo las mujeres casadas, con hijos y/o embarazadas se marchan a esa hora: está muy mal visto que los hombres se marchen antes de las siete, e incluso a esa hora. Empieza a salir del trabajo, regularmente, pasadas las diez de la noche. Pero, en vez de hastiarse y abandonar esa vida, se va adaptando poco a poco: al traje, a los horarios, a los compañeros… Con los compañeros, dice, a llegado a un acuerdo tácito según el cual hay una serie de temas que no se tocan en la conversación. "Son tantos, que es sorprendente que quede algo de lo que hablar". Fútbol, clima, trabajo. Conversaciones apasionantes contra el estrés. Cada vez se acuerda menos de Picasso (a quien antes quería emular), se pregunta menos qué haría el artista si estuviera en su lugar, cómo debe comportarse un artista... Ahora, John ya no está tan loco. Un poquito raro es, pero domesticado como el que más.
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Irene Adler -