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Derrotando al Dr. Oscuro

Yo nací en el mar

“Yo nací en el mar, ¿sabe?” y la voz que tiembla, titubea, los labios quedan momentáneamente entreabiertos dejando escapar un hedor sinuoso, atávico, que se palpa y se ve; el ojo se empapa, las aletas de la nariz se hinchan sonoramente al respirar y resaltan los feos manojos de canas rizadas que, antes de entrar en el hospital, cortaba cada mañana y ahora crecen como mala hierba.

Un leve apretón de manos basta para darle calma, traerlo de vuelta de sus recuerdos cargados de detalles inútiles –las flores de un vestido, el tacto de la madera mojada, la expresión del capitán el día que por poco no chocaron contra un submarino, la matrícula de éste–, trivialidades que emborronan lo que no debiera perderse nunca –un nombre, un lugar, el año, una persona entera–. Se recupera, irguiéndose un poco en la cama, se alisa el cabello de los laterales de la cabeza, abrocha bien el pijama. Ella es una chica muy guapa y él se siente aún seductor.

De todas las tareas que desempeñaba en el hospital, la que mejor se le daba era para la que menos la habían preparado y la que, aún después de tantos años, más miedo le daba. Un miedo impuro, del que se avergonzaba, pánico de supervivencia se justificaba a veces, asco se confesaba; miedo, en fin, a contagiarse la muerte. Sin embargo, los enfermos –especialmente los ancianos– reconocían casi inmediatamente esa cualidad suya: reconfortar, ayudar a aceptar la cercanía del fin. Mariana no creía en lo sobrenatural, ni en la existencia de más allás o fuerzas extrañas en la naturaleza, pero (sólo ante ella misma, encerrada llorando en el cuarto de las sábanas) se reconocía intimidada por esa propensión de los moribundos a buscarla con la mirada o la mano extendida, a veces llamándola por el nombre que habían visto en la chapita metálica de la solapa –así que no se equivocaban, no la tomaban por otra, por una madre, mujer, hermana o amante–, y dedicarle a ella, obviando a los familiares presentes, las últimas palabras, la última mirada, el último calor de su piel.

Santiago lo había hecho nada más entrar por la puerta de Urgencias. Ella, recién terminado su turno, esperaba fuera fumando que la vinieran a recoger, a él lo trajo una ambulancia desde un geriátrico de mala fama y peor nombre. Aunque aún con vida, Santiago era más cadáver que persona: la cabeza ladeada en la silla, la lengua fuera, como un colgajo, hinchada, el jadeo angustioso, los pantalones de pana gris empapados en heces y orín. Al pasar junto a ella, de repente, reaccionó, la identificó entre el resto de médicos aun vestida de calle, y rozándole la mano susurró: “Niña”.

Mariana se alegró de terminar el turno justo entonces, de no estar dentro. Se llevaron a Santiago corriendo, no tanto con la esperanza de salvarlo sino queriendo evitar a los pacientes ordinarios (una mano rota, una leve angustia en el pecho, un bebé que no para de llorar) el morbo de una muerte en directo. “No lo veré morir” pensó, aliviada. Se equivocó. La tarde siguiente, tras recibir las instrucciones de su superiora, la primera habitación que visitó Mariana estaba ocupada por Santiago quien, ya limpio y con el pijama del hospital, respiraba conectado a un tubo y meaba constantemente conectado a otro. “Niña”, susurró al verla entrar. Ella sonrió, comprobó el suero, le ajustó las sábanas. Él aferró su mano, asustándola, y le dijo: “Yo nací en el mar, ¿sabe?” y la lluvia de recuerdos en sus ojos la enterneció, se sentó en el borde de la cama, le acarició la cabeza y respondió: “¿Ah, sí?”

“Sí, fue un nacimiento hermoso” balbuceó Santiago a través de la mascarilla. “Mis padres se conocieron en un barco,” contó, “de pesca no, de los otros. Mi padre era... marinero, en un buque. De pasajeros, ¿sabe?”. Mariana asintió, acariciándole el brazo. Hablaba a trompicones, parándose antes de cada sustantivo, rastreando la palabra adecuada. “Se enamoraron allí, casi pierde el trabajo. Porque no les dejaban, ¿sabe?, ligar con las pasajeras, no, eso no... Para que no... Ya me entiende, ¿verdad?”. “Claro” dijo ella, sonriente, reconociendo en sus ojos el brillo de la muerte acechante. Santiago continuaba hablando, contando el amor secreto de la joven y hermosa pasajera y el joven brigada, o cabo, o fregantín. “Pero al final el propio capitán les casó, allí, en el mismo barco. Ya en tierra, ¿eh?, meses después. Esto hace ya... mucho tiempo, no crea... usted no habría nacido aún, no, tú no. Pero se casaron, y se fueron de viaje de novios en un crucero, claro. Lo que pasa es que tuvieron que esperar, ¿sabe?, porque mi padre trabajaba, en un barco, y se fue... lejos, de viaje. Me contaba mi padre a mí, y yo le decía ¿dónde, papá, dónde?... me decía... he visto a los chinos, decía, a los negros, he estado aquí, allí.... buuuu.... en todos sitios. Pero antes de irse,” añadió, dando un pequeño salto en la cama y señalándose, “dejó preñada, a mi madre, claro, de mí. Y, cuando volvió, se fueron de crucero. Que mis abuelos siempre decían, ¿sabe?, cuando lo contaban, pues decían, qué locura, porque ella, con la barriga, y ellos que no, que daba tiempo, que aún faltaba. Pero yo me adelanté, ¿sabe?. Fui de esos que vienen antes, que no tardan los meses, sino... menos, meses también, pero menos”. “Sietemesino” le ayudó ella, no por lástima ni piedad ni impaciencia, sino porque sintió que si no le interrumpía, se ahogaba. “Respire tranquilo”, le susurró, y esperó a que Santiago normalizara, a grandes bocanadas, su respiración. “Eso. Mesino. Que vine antes, y, claro, mi madre en el barco, que empieza a ponerse mala, de parto, y acababan de salir del puerto, una hora antes, menos. Se veía, al fondo, aún, el puerto, pero no daba tiempo a volver, no, el barco no... porque es grande, y girar, atracar... Es lento, ¿sabe?. Pero echaron la barca, un bote, y con eso, remando. El médico que no, que en el barco. Y mi padre, que era marinero, ¿sabe?, pues que daba tiempo, y que si pasaba algo, que al puerto, y mi madre también, al puerto. Y en la barca nací yo”, terminó, tosiendo al tratar de reír, sonriente. “Imagine: mi padre, mi madre, el médico, el capitán, y dos remeros y el médico que no, que no llegábamos. Pero mi padre sí, mi padre... se le metía una cosa a mi padre y era... había que. En el mar, nací”. Respiró hondo, miró con ternura a Mariana y apoyó de nuevo la cabeza en la almohada, más tranquilo. “Fue bonito, nacer allí. Decía mi padrino, el capitán, que yo lo primero que vi fue el mar como cielo y el cielo en el mar, que por eso yo era del mar... No tengo país yo. Porque eran... que no era de nadie, aquello, aquello era mar, ni pa ti ni pa mí. Luego mintieron, pusieron que no, que de aquí, de España, de Alicante, dicen los papeles. Pero yo... no, yo no. Yo nací en el mar.”

Santiago vivió aún un par de días más. Dio tiempo a que llegara su nieto, o sobrino, Mariana no supo bien qué parentesco había, el nieto o sobrino no decía nunca “abuelo”, o “tío”, sólo “el viejo”. “Me ha contado su historia, la de cómo nació” le dijo Mariana, sin saber bien por qué. “Es bonita”, se justificó. “¿Qué historia?”, respondió él, de medio lado, como desentendiéndose de las tonterías que pudiera haber contado el viejo. “La del mar. Que nació en una barca, en el mar”. “¿En el mar?” rió el otro, “¡qué va! Si el viejo es de Albacete, ¡éste no vio el mar más que en la tele!”, y acompañó su risa del gesto grotesco de llevarse el dedo a la sien y hacerlo girar, señalando la senilidad de Santiago. Pero Mariana pensó que se equivocaba. Quizá no era nieto o sobrino carnal, sólo político, no sabría la verdad. Porque Santiago, los días que estuvo en el hospital, no dejó de balbucear canciones marineras, nombrar todos los peces que se pueden pescar e incluso habló, con detalle, de la vez que su padre vio una sirena en alta mar, y, tras dejarla embarazada, nació él en una roca, en medio del mar.

3 comentarios

Clara -

Qué bonito relato, me ha encantado volverlo a leer. Mariana tuvo mucha suerte conociendo a Santiago, y a quien escribiría su historia.

Imanpas -

Sí, hace tiempo que lo escribí. Pero tiene que ver con mi estado de ánimo actual.

Irene Adler -

Este relato ya lo tenías, ¿verdad? Me suena que lo leí hace unos años.