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Derrotando al Dr. Oscuro

Celebración

La nevera se había convertido, con el paso de los meses, en su peor enemiga. Había llevado a cabo varias intentonas para vencerla. Intentó vaciarla, dejando su esqueleto de bandejas vacías como prueba de su victoria; al poco tiempo los repartidores de pizzas, hamburguesas, restaurantes chinos y kebabs la llamaban por su nombre de pila. Más tarde la atiborró de vegetales, frutas, yogures dietéticos y bebidas sin azúcar; de aquella época surgieron las recetas más llamativas y grasientas que se pueden conseguir combinando arroz integral, pepino, manzana y pastillas adelgazantes. Fue también cuando comenzó a esconder chocolatinas por toda la casa: en los cajones de la ropa interior, en los de los cubiertos, en los estantes del cuarto de baño, detrás de la lámpara del salón... Cuando comprendió que, dado que vivía sola, no estaba escondiendo sus chucherías de nadie más que de la nevera, perdió el control de su apetito, rescató todo el chocolate que pudo encontrar en la casa y se lo comió todo de una sentada, en una silla de la cocina frente a la nevera abierta, repleta de lechugas, acelgas y espinacas. Comió tanto, tan rápido y con tanto odio a su electrodoméstico que sufrió una intoxicación y hubieron de lavarle el estómago. Vomitó todo lo que ingirió durante una semana e, ironías de las dietas, perdió casi diez kilos en otros tantos días en el hospital. No se puede decir que tuviera suerte, no obstante: otras personas habrían desarrollado una fobia alimentaria al chocolate, sufrirían retortijones nada más verlo, olerlo o sentir su sabor. Ella, en cambio, ganó una tormentosa habilidad: era capaz de recordar la textura, el olor, el sabor, la dulce sensación de felicidad de todas y cada una de las chocolatinas que tomó, y todas ellas continuaban pareciéndole deliciosamente apetecibles.

 

Al volver del hospital, decidió poner en práctica alguna de las terapias positivas acerca de las que había leído en las revistas médicas que leyó durante su convalecencia. Seleccionó las mejores fotos que encontró en sus álbumes de juventud (las vacaciones en las islas, la fiesta de graduación, el loco decimoctavo cumpleaños de su mejor amiga, las segundas nupcias de sus padres...) y las colocó en la puerta de la nevera junto a post-its colores con mensajes de ánimo: “¡Piensa en ser delgada!”, “¡Acuérdate de aquel vestido!”, “¡Qué guapa eres!”. Lamentablemente, tampoco esta técnica tuvo éxito alguno, y lo único que logró fue que, en cada acto de rendición frente a su poderoso frigorífico, dos lágrimas saladas (y sabrosas) rodaran por sus mejillas como recuerdo de los años esbeltos de juventud. Por si fuera poco, sus papilas gustativas demostraron tener una memoria prodigiosa, y con cada una de las fotos que miraba podía recordar las comidas que habían acompañado cada uno de aquellos felices momentos: las fajitas del restaurante mexicano del resort, la tarta de cinco tipos de chocolate con que celebraron el fin del instituto, el caramelo con el que manchó aquél vestido, el solomillo a la pimienta (¡y la salsa, y el pan!) del banquete de bodas... Recuperó en seis meses los diez kilos que había perdido en el hospital, y otros tres de propina.

 

Más tarde intentó apuntarse a un gimnasio. Acababan de abrir uno enorme a las afueras de la ciudad, con máquinas de fitness, entrenadores personales, clases gratuitas de spinning, body pump, aeróbic, pilates, gimnasia de mantenimiento... Además, tenía una piscina al aire libre, y ahora que llegaban las vacaciones y no tenía ningún proyecto por delante (ni nadie con quien planearlo), pensó que sería un modo agradable de llenar sus mañanas. Efectivamente, resultó de lo más agradable. Sabiendo que iba a pasar la mañanas realizando ejercicio, se liberó de la culpabilidad del desayuno y terminó, por fin, con la larga racha de seis años sin tomarse un croissant con mermelada nada más levantarse. Una vez en el gimnasio, aprovechaba cada pausa que hacía entre una máquina y otra para zamparse una barrita energética. Al fin y al cabo, si había una máquina expendedora en el gimnasio, eso significaba que no podían ser del todo dañinas. Cuando terminaba sus ejercicios disfrutaba, tumbada junto a la piscina, de un reconfortante batido. “Es para reponer líquidos”, se decía. Al menos, durante el mes y medio que estuvo apuntada, pudo disfrutar de la comida sin arrepentimiento. Eso sí, no logró comprender por qué no pudo perder ni un solo kilogramo.

 

Malgastó veintisiete años de su vida, desde que cumplió los trece y un compañero de clase la llamó “culo gordo”, yendo de dieta en dieta, de método chino en método coreano, de barritas que engañan al hambre a pastillas que licúan la grasa, sin más resultado que un culo cada vez más gordo y una vergüenza insoportable cada vez que se veía reflejada en un espejo. Finalmente, el día que cumplió cuarenta años y sus amigas le regalaron una tarjeta que decía: “Eres la mejor, gordita”, estuvo llorando en su dormitorio cinco horas y, llena de rabia y frustración, arrancó el enchufe de la nevera, la levantó en peso y, resoplando como una bestia, la arrastró hasta la terraza y la dejó caer, siete pisos hacia abajo, sobre la terraza de un restaurante. Por suerte, no había en ese momento ningún cliente y nadie salió herido, pero tuvo que ponerse a trabajar por las tardes y los fines de semana para pagar todos los desperfectos ocasionados.

 

Al cabo de un año y medio de horarios interminables, paseos de la mesa a la barra y de la barra a la cocina cargada con platos, bandejas y bebidas, de barrer a las tres de la mañana antes de cerrar, de llegar rendida a casa y quedarse dormida vestida en el sofá, compró de nuevo una báscula. Había perdido doce kilos. Lo celebró con una llamada al Pizza Express más cercano.

2 comentarios

Imanpas -

¿Depresión? Contra eso, nada mejor que un bocata de jamón y queso.

Irene Adler -

Dios, qué depresión. Nunca volveré a comer en la vida y me moriré por tu culpa.