A solas frente a su ataúd
Recuerdo las bolsas hinchadas bajo sus párpados, los labios amoratados, mal cubiertos de carmín por el pulso tembloroso de Dolores, el cabello recogido en un moño adornando la fina cabeza, el mentón relajado y las mejillas pálidas. Recuerdo las manos sosegadas, cruzadas sobre el pecho, apretando contra él un rosario y una Biblia; el vestido largo, negro, ligeramente ceñido en la cintura, marcando los prominentes huesos de su flaca cadera y el vientre levemente hinchado. Recuerdo el olor a lirios, a violetas y a jazmín, el crucifijo dorado, el lecho blanco de satén, las plañideras reunidas en un rincón, mirándome con los ojos anegados, lamentando mi truncado destino, mi prematura pobreza, mi desdicha. Recuerdo el silencio, denso y asfixiante y cómo lo rompía el estruendo de murmullos fuera de la sala, el llanto amargo de Dolores en la cocina, el continuo ir y venir de gente y más gente que me besaban la mejilla o la pellizcaban. Recuerdo también al Padre Francisco, su gesto solemne, la disputa que mantenía en voz baja con Gonzalo, cuidando de que no llegaran a mis oídos palabras como "entierro cristiano", "pecado" o "suicidio".
Mi madre murió ahogada en el estanque de Peñagrande, tres semanas después de haber enterrado a mi padre y a mi hermano. Se subió en una balsa agujereada, la deslizó dentro del lago y contempló con calma el hundimiento. Cuando las aguas devolvieron su cuerpo inundado, Dolores y Gonzalo, mis vecinos, se apresuraron a lamentar el accidente fatal, el terrible descuido de una mujer apenada, afanándose en acallar las voces que afirmaban lo que era cierto.
Mi padre se había llevado a mi hermano de caza al monte cinco semanas antes, yo agarré un berrinche tremendo por tener que quedarme con mi madre, demasiado pequeño para esa excursión. Escalaron el Pico del Cuervo, persiguieron liebres y ciervos en los bosques, acamparon en los refugios más cercanos a las nieves, se conocieron y aprendieron a respetarse como hombres el uno al otro. Al tercer día de marcha, siguiendo el rastro de sangre de un jabalí herido por los disparos de mi padre, mi hermano, fatigado, tropezó y cayó por un pequeño barranco. Rodó varios metros hasta quedar tendido en un saliente al borde de una caída mucho mayor que lo hubiera matado al instante. Tenía algunas costillas rotas, una pierna fracturada y sangraba por la cabeza, pero estaba consciente y hubiera sobrevivido de recibir ayuda temprana. Mi padre bajó enseguida a buscarlo, escalando con cuidado la pared para llegar hasta él, pero esa mañana había llovido, las rocas estaban cubiertas de resbaladizo musgo y a mi padre, nevioso, le dolían los gemidos de su hijo herido. Perdió el pie y cayó también, más hondo que mi hermano, quien oyó el golpe, la agonía sorda y nada más. Intentó moverse, pero sus piernas y brazos no respondieron. Murió horas después, desangrado, inmovilizado y con la garganta rota de gritar pidiendo ayuda. Los encontró Zaguero, el perro de Gonzalo, cuando ya mi madre se cansó de esperar su vuelta y pidió a su vecino que encontrara a su hijo y su marido. Cuando supo lo sucedido, aseguró que había oído al perro a lo lejos, desde su casa, y que al instante tuvo la certeza de que algo grave le había ocurrido a ambos. Tal cosa no era posible, hay entre el pueblo y el barranco más de quince kilómetros en línea recta, pero ella insistía en que había oído al perro. Desde ese día, los ladridos de Zaguero la despertaban todas las noches, pero cuando se asomaba a la ventana para mandarle callar lo veía dormido, tendido entre la leña o acurrucado en su caseta. Si cerraba los ojos volvía a escuchar sus desesperados ladridos, le oía corretear alrededor del cuerpo de su hijo, lamerle la cara, gemir y volver a ladrar llamando a su dueño.
El día que los enterramos mi madre ya no pudo llorar, no le quedaban fuerzas ni lágrimas. Tampoco pudo volver a dormir, y de día se movía casi deslizándose, suave y callada, respondía con inaudibles gemidos a las condolencias. Organizaba la casa con la misma rutina de siempre, poniendo todos los días cuatro platos en la mesa, que retiraba sin decir palabra cuando yo entraba en la cocina y ella notaba mi mirada apenada. Luego la oía sollozar lavando los pocos platos que ensuciábamos entre los dos. Dolores quiso animarla organizando reuniones de mujeres en nuestra casa para bordar juntas, pero en ellas mi madre bordaba en silencio una barca vacía en medio de un estanque.
El Padre Francisco admitió por fin que lo sucedido a mi madre había sido un triste accidente y accedió a enterrarla en terreno sagrado junto a su familia. Sin embargo, se negó a oficiar la ceremonia y hubieron de enviar del Obispado un cura joven que no conocía a mi madre ni a nadie en el pueblo, y que dio un sermón sin sentido sobre la muerte, la vida virtuosa, las decisiones inapelables del Señor y la resignación. Mientras, en la sacristía, el Padre Francisco se deshacía en lágrimas de duda, partido por el dolor reprimido todos esos días en los que se negaba a enterrar cristianamente a su más querida amiga. Fue el único que lloró ese día. Dolores y Gonzalo habían agotado también sus lágrimas, los demás habitantes del pueblo estaban aún sobrecogidos por la tragedia, y yo estaba presente en cuerpo, pero no en alma. Me había despedido la noche anterior de mi madre, cuando me dejaron unos minutos a solas frente a su ataúd abierto. Acerqué un taburete de los altos para poder verla mejor, observé por última vez sus finas facciones, la curva de sus pómulos, su frente alta, los músculos de su cuello abotargado, sus largas manos. Mi abuela solía contarle que ella había heredado los rasgos nobles de su abuelo, un conde que había embarazado a una de sus cocineras. En verdad parecía una extraña en el pueblo, tan finos y elegantes sus rasgos y movimientos, la apodaban por ellos la Marquesa. Ninguno de sus hijos heredamos su porte, en nosotros dominaban los genes de mi padre, justamente el hombre más rústico de todos los pretendientes que tuvo mi madre, de modales agrestes y acciones rápidas y sencillas, la viva imagen de un leñador rural, peludo, moreno, de anchos hombros y brazos como ramas de árbol. Pensaba en el cuerpo de mi padre mientras miraba el de mi madre tendida en el cajón. Era el primer cadáver que veía; cuando Zaguero olió su rastro, mi padre y hermano llevaban varios días en el fondo del barranco y la descomposición ya había comenzado, de modo que fue necesario cubrir sus féretros para tapar el mal olor. Quizá por eso evocaba el aspecto de mi padre delante de la madre fallecida, por no haber podido verlo una vez más. En todo esto pensaba, a solas con el cadáver, escarbando en mis sentimientos, casi tratando de forzar la pena y el llanto, sin encontrarlos. Sólo hallaba desconcierto, extrañeza, incomprensión, pero no me llegaban las lágrimas que, pensaba, eran obligación de hijo. Me preguntaba, en cambio, cómo sería palpar su piel. Había oído hablar de la palidez y la frialdad de los cadáveres. La palidez estaba presente a pesar del maquillaje de Dolores, pero no podía notar la frialdad sin tocarla. Extendí la mano lentamente hasta que rocé las suyas. Un escalofrío recorrió mi brazo hasta el codo, retiré la mano rápidamente y miré asustado la cara de mi madre, como hacía cuando me cogían en una travesura y esperaba el castigo. Acerqué de nuevo la mano, esta vez más firme, hacia su rostro. Deposité suavemente la palma sobre su boca y nariz, sentí su fría inmovilidad en las yemas de los dedos, recorrí poco a poco toda la cara, repasando suavemente su barbilla, sus labios, su nariz pequeña y afilada, noté las pupilas bajo la piel de sus párpados, acaricié su frente y su pelo. Reconocí su piel suave, ligeramente agrietada por la vida campestre, las fibras de su pelo castaño, la rigidez en sus labios que la caracterizaba aún viva. Me incliné sobre su frente y le di un beso como hacía cuando estaba enferma en la cama, le limpié como pude los surcos que sobre su maquillaje dejaron mis dedos y me alejé de ella, despidiéndola para siempre. Al día siguiente, durante el funeral, sentía su gelidez en mis labios, como la sentí ininterrumpidamente los cuatro días que tardé en abandonar el pueblo.
El cortejo desde la Iglesia hasta el cementerio fue más duro que la ceremonia. La figura del arcángel San Miguel dominando el valle hasta el mar a lo lejos, blandiendo su espada de mármol encaramado a las destartaladas piedras de la antigua capilla y que había presidido mis pesadillas durante años, me hacía mucho más vivo el recuerdo de mi madre apretándome la mano para inspirarme valor cuando hicimos juntos el mismo recorrido en el entierro de mi padre y mi hermano. Apiadándose de mi desgracia, el Obispado había cedido un panteón donde recolocamos los restos de mi padre junto a los de mi madre, al lado mi hermano y en el otro extremo una urna vacía que miré con la aprensión de quien se encuentra frente a su propia tumba. El Padre Francisco se animó finalmente a decir unas palabras que luego supe iban dirigidas hacia mí, a quien todos creían aturdido de dolor, tan ausente la mirada, tan perdido el rostro inexpresivo en la memoria de mis familiares. En realidad, yo me concentraba en la sequedad helada que permanecía en mis labios, consumido por la culpa y la insoportable duda de si un buen hijo hubiera explorado como hice yo el rostro de la madre muerta, de si había atentado contra su reposo con mi aparente indiferencia.
No supe hasta años después la verdadera razón por la que había querido tocar su piel. Quería asegurarme de que no la enterraban viva, que no despertaría para encontrarse en un ataúd cerrado bajo una losa de mármol. Si mi madre aún vivía, daría un respingo al sentir mi mano caliente, despertando súbitamente de su catalepsia, y yo la habría salvado y ella estaría viva. Lo comprendí el día en que, aún avergonzado a pesar de los años transcurridos, conté por primera vez lo que había hecho en los minutos que pasé a solas con el cadáver de mi madre. Se lo conté a Dolores cuando volví a verla quince años después en el funeral de Gonzalo, y al hacerlo me reconcilié con la memoria de mi madre, ante cuya tumba lloré esa tarde todas las lágrimas que no pude darle a solas frente a su ataúd.
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