Blogia

Derrotando al Dr. Oscuro

Carta a un alumno.

Te veo ahí sentado en mi clase, con la mirada perdida a mitad de camino entre tu libro y la pizarra, mirando lo que escribo pero sin prestar atención ni copiarlo en tu libreta, captando frases sueltas de la explicación mientras tu lenguaje corporal hace todo lo que está en su mano por dejar patente el desinterés hacia la clase, la materia, el profesor, el instituto...

El Instituto es nuestra cárcel”, os oigo decir por los pasillos, y no puedo evitar pensar que hay algo de verdad en ello. Os retenemos aquí seis horas al día, treinta horas a la semana, además de las horas que, en casa, deberíais dedicar a repasar, hacer ejercicios, estudiar, ampliar... Si falta un profesor, enseguida viene otro a poner orden, a mandar y ordenar, a juzgar vuestro comportamiento. Si faltáis vosotros, os preguntamos por qué, os exigimos una justificación de vuestros padres, llamamos a casa. Cercenamos cualquier asomo de libertad en cuanto asoma la cabeza, queremos teneros controlados. Os tratamos, en 4º de ESO, cuando algunos ya casi estáis en edad de votar o de conducir, como si estuvierais en una guardería.

¿No lo entendéis? Estáis en una guardería. Ésa, y no otra, es la principal función de la Escuela hoy en día.

Deberías protestar. En serio. Vuestros profesores deberían concentrarse en enseñar, en transmitiros no sólo su conocimiento, sino su habilidad para adquirirlo. No deberían estar pendientes de otra cosa que de vuestro aprendizaje. En ello va vuestro futuro. Pero no pueden, se pasan el día pendientes de los partes, de las faltas, de las guardias, de ordenar... Tampoco es culpa suya. Piénsalo. La elección es muy fácil: entre dar clase o gritar, poner partes, mandar callar, etc, la elección es muy clara. Todos tus profesores preferirían pasar las horas dando clase, hablando sobre su materia (se especializaron en ella, pasaron una carrera universitaria de al menos cuatro años estudiando esa materia, ¡les encanta!) que un solo minuto poniendo orden en una clase. ¿Por qué no lo hacen?

Te veo ahí, sentado, con el libro cerrado y el bolígrafo sobre la mesa. Estoy explicando algo crucial, una de las bases sobre las que se sustenta la materia completa (no la asignatura, no: la materia, la ciencia, la disciplina, el conocimiento) y no estás prestando atención. Uso el cebo del examen para atraparte: “esto entrará seguro en el examen final, contará al menos dos puntos”, y por un momento miras hacia la pizarra. Sé que sabes que los exámenes son importantes. Tener el título pasa por aprobar los exámenes, continuar hacia delante pasa por tener el título, poder elegir tu futuro pasa por continuar hacia delante. Ojalá entendieras esto último, y no lo del examen. No te estoy enseñando esto para que apruebes, ni siquiera para que te lo aprendas. Te lo estoy contando para que veas de qué va el mundo, qué es lo que se ha hecho en él antes de que llegaras y cuáles son las opciones que tendrás, las herramientas de las que dispondrás, los límites a los que tendrás que ceñirte o de qué manera podrás avanzar.

De repente, un día, preguntas por tus opciones. Quieres hacer Bachillerato, ir a la Universidad. Me echo a temblar: sé que no estás preparado, sé que no te has entrenado suficiente, que confías demasiado en que, llegado el momento, serás capaz de apretar, estudiar, sacar adelante lo que sea que te echen. Pero no es cierto, ya no lo es. Eso se lo decíamos a tus padres hace dos o tres años para motivarte: “Es muy inteligente, si quisiera, podría, pero es que es muy vago, muy flojo, no hace nada...” Aún ahora se lo decimos a algunos: “Si tú quisieras, si te esforzaras más, pero lo que pasa es que no haces lo suficiente...” Mentira. Para muchos ya es tarde. Nunca podrán. Ya no serán niños, ya no tendrán la predisposición mental. Intenta enseñar a un cachorrillo a dar la pata. Intenta enseñárselo a un perro ya viejo. Hay un refrán para eso.

Quizá pienses que es culpa de tu profesor. No te presta atención. No sabe dar clase. No se explica bien. No es muy simpático. Sus clases no son divertidas, no te motivan. Sólo sabe sentarse en su mesa y ponerse a hablar de sus cosas, escribir datos, fechas, nombres, teoremas en la pizarra y mandar ejercicios, corregirlos, preguntarte si los has hecho. ¿Los has hecho? ¿Por qué no? No te gusta la asignatura: ¿y qué? ¿Acaso crees que todo lo que vas a aprender en tu vida va a ser divertido e interesante? Diseñar un videojuego, programarlo, probarlo, tiene que ser apasionante, seguro. Pero detrás hay un lenguaje de programación, años aprendiendo y practicando, comprendiendo las relaciones entre las opciones al apretar un botón y las funciones matemáticas, la importancia del sujeto y el predicado o la posición de determinado código en el programa. La mayor parte de los lenguajes de programación, por cierto, están en inglés.

A lo mejor te interesa la Historia, la Literatura, el Arte. Eres de letras. Te entusiasmará, entonces, aprenderte una larga lista de fechas, autores, museos, hallazgos, teorías. Sólo así podrás relacionarlas, si las conoces. Cuando encuentres un objeto del año 85 a.C., querrás saber quién gobernaba en Roma entonces, qué leyes regían su mundo, qué pensaban acerca de la creación del mundo, cómo era el comercio con otros países. Así podrás explicarte qué diablos hace una vasija egipcia en una tumba celta. Cuando analices la revolución industrial, los movimientos obreros, las guerras mundiales, querrás saber qué adelantos técnicos estaban disponibles, cómo influenciaron, quién se llevó el gato al agua gracias a qué aparato. Cuando leas una obra maestra, cuando mires una pintura, probablemente la apreciarás mejor si sabes quién es el tipo del sombrero. Querrás saber francés, latín, griego.

Algún día firmarás un contrato. Querrás saber leerlo. Querrás saber calcular tus derechos, querrás ser independiente.

¿O de verdad quieres poner ladrillos, cobrar en una tienda, recoger fruta, servir platos? No me interpretes mal, son profesiones muy dignas, pero... tienes dieciséis años: ¿de veras quieres que esa sea tu vida? ¿No sueñas con pilotar un avión, encontrar una energía limpia, diseñar un edificio, defenderte contra las leyes, reescribirlas? ¿Nunca has pensado en realizar un transplante a corazón abierto? ¿En trabajar en una gran empresa, viajar, conocer gente?

Ojalá despertaras, ojalá fueras consciente de ti mismo, de tus propios sueños y posibilidades. Ojalá comprendieras que lo que te estoy ofreciendo es una linterna, un mapa del camino, un libro de instrucciones. Que no soy tu enemigo. Que no puedo ayudarte si tú no quieres. Que es muy cansado llevarte de la mano mientras tú tiras hacia el otro lado.

El año que viene ya no me preocuparás. Tendré otros alumnos. Ojalá despierten.

Celebración

La nevera se había convertido, con el paso de los meses, en su peor enemiga. Había llevado a cabo varias intentonas para vencerla. Intentó vaciarla, dejando su esqueleto de bandejas vacías como prueba de su victoria; al poco tiempo los repartidores de pizzas, hamburguesas, restaurantes chinos y kebabs la llamaban por su nombre de pila. Más tarde la atiborró de vegetales, frutas, yogures dietéticos y bebidas sin azúcar; de aquella época surgieron las recetas más llamativas y grasientas que se pueden conseguir combinando arroz integral, pepino, manzana y pastillas adelgazantes. Fue también cuando comenzó a esconder chocolatinas por toda la casa: en los cajones de la ropa interior, en los de los cubiertos, en los estantes del cuarto de baño, detrás de la lámpara del salón... Cuando comprendió que, dado que vivía sola, no estaba escondiendo sus chucherías de nadie más que de la nevera, perdió el control de su apetito, rescató todo el chocolate que pudo encontrar en la casa y se lo comió todo de una sentada, en una silla de la cocina frente a la nevera abierta, repleta de lechugas, acelgas y espinacas. Comió tanto, tan rápido y con tanto odio a su electrodoméstico que sufrió una intoxicación y hubieron de lavarle el estómago. Vomitó todo lo que ingirió durante una semana e, ironías de las dietas, perdió casi diez kilos en otros tantos días en el hospital. No se puede decir que tuviera suerte, no obstante: otras personas habrían desarrollado una fobia alimentaria al chocolate, sufrirían retortijones nada más verlo, olerlo o sentir su sabor. Ella, en cambio, ganó una tormentosa habilidad: era capaz de recordar la textura, el olor, el sabor, la dulce sensación de felicidad de todas y cada una de las chocolatinas que tomó, y todas ellas continuaban pareciéndole deliciosamente apetecibles.

 

Al volver del hospital, decidió poner en práctica alguna de las terapias positivas acerca de las que había leído en las revistas médicas que leyó durante su convalecencia. Seleccionó las mejores fotos que encontró en sus álbumes de juventud (las vacaciones en las islas, la fiesta de graduación, el loco decimoctavo cumpleaños de su mejor amiga, las segundas nupcias de sus padres...) y las colocó en la puerta de la nevera junto a post-its colores con mensajes de ánimo: “¡Piensa en ser delgada!”, “¡Acuérdate de aquel vestido!”, “¡Qué guapa eres!”. Lamentablemente, tampoco esta técnica tuvo éxito alguno, y lo único que logró fue que, en cada acto de rendición frente a su poderoso frigorífico, dos lágrimas saladas (y sabrosas) rodaran por sus mejillas como recuerdo de los años esbeltos de juventud. Por si fuera poco, sus papilas gustativas demostraron tener una memoria prodigiosa, y con cada una de las fotos que miraba podía recordar las comidas que habían acompañado cada uno de aquellos felices momentos: las fajitas del restaurante mexicano del resort, la tarta de cinco tipos de chocolate con que celebraron el fin del instituto, el caramelo con el que manchó aquél vestido, el solomillo a la pimienta (¡y la salsa, y el pan!) del banquete de bodas... Recuperó en seis meses los diez kilos que había perdido en el hospital, y otros tres de propina.

 

Más tarde intentó apuntarse a un gimnasio. Acababan de abrir uno enorme a las afueras de la ciudad, con máquinas de fitness, entrenadores personales, clases gratuitas de spinning, body pump, aeróbic, pilates, gimnasia de mantenimiento... Además, tenía una piscina al aire libre, y ahora que llegaban las vacaciones y no tenía ningún proyecto por delante (ni nadie con quien planearlo), pensó que sería un modo agradable de llenar sus mañanas. Efectivamente, resultó de lo más agradable. Sabiendo que iba a pasar la mañanas realizando ejercicio, se liberó de la culpabilidad del desayuno y terminó, por fin, con la larga racha de seis años sin tomarse un croissant con mermelada nada más levantarse. Una vez en el gimnasio, aprovechaba cada pausa que hacía entre una máquina y otra para zamparse una barrita energética. Al fin y al cabo, si había una máquina expendedora en el gimnasio, eso significaba que no podían ser del todo dañinas. Cuando terminaba sus ejercicios disfrutaba, tumbada junto a la piscina, de un reconfortante batido. “Es para reponer líquidos”, se decía. Al menos, durante el mes y medio que estuvo apuntada, pudo disfrutar de la comida sin arrepentimiento. Eso sí, no logró comprender por qué no pudo perder ni un solo kilogramo.

 

Malgastó veintisiete años de su vida, desde que cumplió los trece y un compañero de clase la llamó “culo gordo”, yendo de dieta en dieta, de método chino en método coreano, de barritas que engañan al hambre a pastillas que licúan la grasa, sin más resultado que un culo cada vez más gordo y una vergüenza insoportable cada vez que se veía reflejada en un espejo. Finalmente, el día que cumplió cuarenta años y sus amigas le regalaron una tarjeta que decía: “Eres la mejor, gordita”, estuvo llorando en su dormitorio cinco horas y, llena de rabia y frustración, arrancó el enchufe de la nevera, la levantó en peso y, resoplando como una bestia, la arrastró hasta la terraza y la dejó caer, siete pisos hacia abajo, sobre la terraza de un restaurante. Por suerte, no había en ese momento ningún cliente y nadie salió herido, pero tuvo que ponerse a trabajar por las tardes y los fines de semana para pagar todos los desperfectos ocasionados.

 

Al cabo de un año y medio de horarios interminables, paseos de la mesa a la barra y de la barra a la cocina cargada con platos, bandejas y bebidas, de barrer a las tres de la mañana antes de cerrar, de llegar rendida a casa y quedarse dormida vestida en el sofá, compró de nuevo una báscula. Había perdido doce kilos. Lo celebró con una llamada al Pizza Express más cercano.

Estadística: pobreza y desarrollo.

-->

Las charlas de TED son una de mis recientes pasiones. En esta mini-conferencia se utiliza un software para presentación de Estadísticas tremendamente poderoso y visual... ¡Quiero uno!


En cuanto a la charla en sí, me flipa ese momento de: "mi abuela nació en Mozambique, mi madre en Egipto y yo soy el mexicano de la familia".

...like captured fireflies

 

 

Mi hijo de once años vino hace poco y con tono lastimero me preguntó: “¿Durante cuánto tiempo más voy a tener que ir al colegio?” .

“Unos quince años”, le dije.

“¡Oh Dios!” dijo, desanimado. “¿Tengo que ir?”

“Me temo que sí. Es terrible y no te voy a intentar decirte que no lo sea. Pero te puedo decir esto:  si tienes mucha suerte, quizá encuentres un profesor, y eso es algo maravilloso”.

“¿Tú encontraste alguno?”.

“Yo encontré tres”, dije.

Los adultos acostumbran a olvidar lo duro y aburrido y largo que era el colegio. El aprendizaje de memoria de todas las cosas básicas que uno debe saber es el esfuerzo más increíble e inacabable. Aprender a leer es probablemente lo más difícil y revolucionario que le ocurre al cerebro humano, y si no lo crees observa a un adulto analfabeto intentar hacerlo. El colegio no es fácil y no es muy divertido en su mayor parte, pero, si eres realmente afortunado, quizá encuentres un profesor. Tres profesores de verdad a lo largo de una vida es la mejor de las suertes. La primera fue una profesora de Ciencias y Matemáticas en el instituto, el segundo un profesor de Escritura Creativa en Stanford y el tercero fue mi amigo y socio, Ed Ricketts.

He llegado a pensar que un gran profesor es un gran artista y que hay tan pocos como grandes artistas. Incluso puede que sea la más grande de las Artes puesto que el medio es la mente y el ingenio humanos.

Mis tres profesores tenían lo siguiente en común: todos ellos amaban lo que hacían. No contaban: catalizaban un ardiente deseo de saber. Bajo su influencia, los horizontes se abrían y el miedo se disipaba y lo desconocido se convertía en asequible. Pero lo más importante de todo: la verdad, esa cosa tan peligrosa, devenía bella y bastante preciosa.

Hablaré sólo sobre mi primera profesora porque, además de otras cosas, ella aportó el descubrimiento.

Nos solía llevar a ruidosas y agitadas discusiones. Tenía la clase más ruidosa de todas y ni siquiera parecía darse cuenta. No podíamos nunca ceñirnos al tema: geometría o la recitación cantada de los tipos de Pila. Nuestra especulación abarcaba el mundo entero. Ella nos inspiró curiosidad para que aprendiéramos hechos y datos y los protegiéramos en nuestras manos como luciérnagas atrapadas.

Fue despedida, y quizá con razón, por su fracaso en enseñarnos lo fundamental. Tales cosas deben ser aprendidas. Pero nos dejó una pasión por el mundo conocible y, a mí, me prendió con una curiosidad que nunca me ha dejado. No era capaz de hacer operaciones simples, pero a través de ella sentía que lo abstracto de las matemáticas era como la música. Cuando la echaron, nos invadió la tristeza, pero la luz no desapareció. Dejó su firma sobre nosotros, la literatura del profesor que escribe sobre las mentes. He tenido muchos profesores que me contaban datos que pronto olvidaba, pero sólo tres que crearon en mí algo nuevo, una nueva actitud y un nuevo ansia. Supongo que soy en gran parte el manuscrito no firmado de aquella profesora de instituto. Qué poder tan inmortal yace en las manos de una persona así.

Puedo decirle a mi hijo, que mira con temor quince años de penoso trabajo que en algún lugar de esa polvorienta oscuridad puede ocurrir una magia que iluminará sus años... si tiene mucha suerte.

 

John Steinbeck (1955)

America and Americans

 

Géneros y objetos

Géneros y objetos

Un artículo de Rima en Barcelona Metrópolis me ha hecho recordar esta viñeta de Calvin y Hobbes.

Calvin es uno de los héroes de mi juventud: la determinación de Mafalda, la inocencia de Charlie Brown y la capacidad para el mal de Joker. Un genio que, con toda probabilidad, hoy comparte un pequeño apartamento en Berkeley junto a Susie Derkins.

Yo me reclamo como un aficionado a la escuela.

Pascasio era es uno de los mejores amigos de mi abuelo materno. Nacido en el mismo año que él, 1915, fue maestro durante la II República y continuó siéndolo después de la guerra. Aunque nunca haya hablado directamente con él, es una de las personas hacia las que mayor respeto y reverencia siento. Escribe a menudo en las Cartas al Director del Ideal de Granada (algún artículo de opinión también), y de vez en cuando cruza por mi mente llamarlo por teléfono y quedar con él para charlar de mi abuelo y, sobre todo, de nuestra profesión común.

Hace unos días publicaron otra de sus cartas, que titularon Elogio de la afición:

Señor Director de IDEAL: He ejercido la función pública en calidad de maestro nacional y director escolar durante cerca de cincuenta años -exactamente cuarenta y ocho- a partir del año treinta y seis hasta el ochenta y tres del siglo pasado, en que me llegó la jubilación forzosa. Mi formación pedagógica abarca ocho cursos -los cuatro del antiguo Plan 14 y los cuatro del llamado Plan Profesional establecido por la República-. Mi experiencia escolar anterior a los estudios reglados la adquirí en una escuela privada confesional de mi aldea -un burgo sano y no de los podridos citados por Azaña- con la conciencia social obrera de su campesinado muy desarrollada.

Dicho esto quiero precisar: que desde el primer día que me hice cargo de una escuela unitaria con cincuenta alumnos de seis a doce años me planteé "cómo haría para que mi labor fuese lo más fecunda y eficiente en provecho de los niños" y cuando a los cuarenta y ocho años de servicios y sesenta y ocho, edad de mi jubilación forzosa, el interrogante sobre la eficiencia de mi quehacer escolar seguía en pie. Este interrogante sólo se lo formula un aficionado instalado en la inseguridad o en la duda de su quehacer; jamás un maestro o profesional desde la seguridad dogmática de su oficio. Yo me reclamo pues simplemente como un aficionado a la escuela.

Firmado: Pascasio Mazuecos Escobar.

Cohn-Bendit sobre las ayudas a Grecia

http://www.youtube.com/watch?v=nqno8H-mjeY

Sous les paves, la plage les briques.

Derrotando al Dr. Oscuro III

Una vez, el Dr. Oscuro creó un ejército de hombres lobo para aterrorizar el mundo y convertirnos a todos en licántropos a sus órdenes.

 

Por suerte, un error al leer el calendario hizo que los liberara en una noche de luna nueva. Fue muy fácil atrapar a todos aquellos cachorrillos. Así fue como, una vez más, derrotamos al Dr. Oscuro.

Juventud, de Jhon Coetzee

Juventud, de Jhon Coetzee

John estuvo a punto de joderme la vida.

Espantado ante la posibilidad de ser llamado a filas en una Sudáfrica hirviente (la novela se sitúa los sesenta: rara es la novela de Coetzee que no referencia, de una u otra forma, el apartheid o el horror sudafricano), John decide cumplir su sueño de marchar a Europa y seguir su plan para convertirse en "un artista que transmute el mundo en arte" (tomando como modelo idealizado a Picasso). Escoge Londres, y no París como quisiera, porque no habla ni papa de francés. Rechaza un par de trabajos con muy mala pinta hasta que encuentra una oferta para hacerse programador en IBM. Pasa unos cursillos de formación y comienza a trabajar en una oficina cerca de Oxford Circus, vestido con el traje negro que compró antes de embarcar… Pero pronto queda decepcionado: esperaba que programar consistiera en convertir a lenguaje de signos y ordenadores la lógica de los programas. En vez de eso se encuentra hablando todo el día de negocio, workflow, cliente A y cliente B, ganancias, competencia… El motto de IBM es "Piensa", está pintado en grande en la gris oficina en la que trabaja. Mientras leía el libro, sólo podía estar agradecido de que a TRileros & Co. (mi empresa de entonces) no se le hubiese ocurrido nada semejante, aún: escribirían algo como "Excelencia" en las paredes. En Comic Sans.

La jornada de John, en teoría, termina a las seis. Sin embargo, sólo las mujeres casadas, con hijos y/o embarazadas se marchan a esa hora: está muy mal visto que los hombres se marchen antes de las siete, e incluso a esa hora. Empieza a salir del trabajo, regularmente, pasadas las diez de la noche. Pero, en vez de hastiarse y abandonar esa vida, se va adaptando poco a poco: al traje, a los horarios, a los compañeros… Con los compañeros, dice, a llegado a un acuerdo tácito según el cual hay una serie de temas que no se tocan en la conversación. "Son tantos, que es sorprendente que quede algo de lo que hablar". Fútbol, clima, trabajo. Conversaciones apasionantes contra el estrés. Cada vez se acuerda menos de Picasso (a quien antes quería emular), se pregunta menos qué haría el artista si estuviera en su lugar, cómo debe comportarse un artista... Ahora, John ya no está tan loco. Un poquito raro es, pero domesticado como el que más.

El futuro señalado

Abdel está en 3º de ESO (antiguo 1ºBUP), es repetidor y más alto y fuerte que sus compañeros. De hecho, yo diría que es más alto que yo. Lo de fuerte espero no tener que comprobarlo. Llega tarde a clase, se sienta al fondo, adopta una pose pasota y no hace nada más. Ni siquiera finge trabajar: no saca la libreta ni el libro, dudo, de hecho, que los traiga. No molesta demasiado, y el resto de profesores me aconseja que me conforme con eso, que pase de él, que al menos no molesta. Tiene 15 años y el futuro muy claro: nada que requiera un mínimo de educación. Hoy le he dicho algo, ’saca la libreta’, o algo así. Su respuesta ha sido un insulto en cherja, el dialecto que hablan en Melilla y alrededores. Lo he dejado pasar. Me han enseñado los tres insultos principales (me cago en tu madre, me cago en tu padre, vete a tomar por culo), pero... Me apena más este chaval, al que no tengo que gritar, ni mandar callar, ni nada, que todos los demás. 
 
Farid se sienta a su lado. No es repetidor, parece que en otros años le fue más o menos bien. Pero tiene 14 años, y quiere ser más chulito que nadie. Sobre todo, quiere impresionar a Abdel y a Samira, la chica repetidora, que se sienta delante. Samira es más lista: repite curso pero por vaga. Pero entre ella y Abdel, Farid no hace nada. A él sí le obligamos a sacar la libreta, a intentarlo. Y cuando lo hace, logra comprender, tiene facilidad, es listo. Pero suspenderá, casi seguro, no atiende en clase, no hace nada en casa, y además quiere presumir de ello. Otro futuro despejado a los 14 años. Este, al menos, sacará el Graduado.
 
Mohamed Mohamed Mohamed (tengo más de un alumno con este triple nombre) parece varios años menor que Farid, pero tienen la misma edad. Aún no ha dado el estirón, tiene gafas (gafotas, en realidad), es chiquitillo y menudillo, y su voz se parece más a la de las chicas de su edad que a la de los chicos. Se sienta delante, con las niñas: atiende, trabaja, se esfuerza. Me enternece su candidez: cuando termina la tarea levanta el cuaderno y me lo enseña, ’¡Profe, ya he terminado!’ para que vea qué aplicado es. Laila, también en primera fila, sí que pegó el estirón. También atiende, también trabaja, aunque parece que en lugar de una clase esté en el Mercado. Me llama a gritos cuando estoy en la otra punta del aula para que le diga si está haciendo bien el ejercicio o no. La mayor parte de las veces sí que lo está haciendo bien.
 
Sin embargo, tampoco creo que Mohamed tenga, en el futuro, la posibilidad de elegir. No llegará a médico, ni ingeniero, ni, me temo, profesor de secundaria. Quizá pueda con una Diplomatura, si se esfuerza mucho. Es listo, pero no le estamos enseñando nada. Sus compañeros se encargan de ello: el nivel que damos en clase es ínfimo, exigimos aún menos. No enseñamos las cosas más complicadas que vienen en el libro porque ’no hay nivel’. Pero esas cosas se las darán por sabidas a Mohamed si quiere ir a la Universidad. Se supone que en el Bachillerato, una vez que en clase queden sólo los que tengan interés real, se arreglará ese desnivel, se les pedirá un esfuerzo extra para igualarlos con otros institutos. Pero el color de la piel no se lo van a aclarar. En esta ciudad será siempre sospechoso. En el resto del país, culpable.

En Melilla, a 5 de marzo de 2007.

Marco Polo

Marco Polo, qué gran tipo. Viajó hasta la otra punta de la tierra para descubrir que, en realidad, era él el que vivía en la otra punta, y aún así volvió a ver si acercaba ambas puntas. O igual sólo tenía morriña, vete a saber.

Dónde va a parar

No sé por qué la gente prefiere, en verano, la playa a la ciudad... Al fin y al cabo, si se analiza con detenimiento llegamos a la conclusión de que lo bueno de la playa ya está en la ciudad, más y mejor:

 

Arena: A paletadas. Hay este verano aquí hasta 90 obras. La cantidad de arena que levantan entre todas deja en ridículo a cualquier playa, por paradisíaca que sea.

 

Agua: Qué más da donde esté el agua. Si total, abres el grifo y ya sale agua, a chorro (nunca mejor dicho). Que hace calor: una duchita y como nuevo. Mucho mejor que la salada, cristalina y sugerente agua del mar.

 

Sol: Aquí la ciudad está un punto por encima. De acuerdo, en la playa hace solecito, se está bien y uno se pone moreno... Pero, ¿cómo comparar el moreno "de playa" con el moreno "cáncer de piel" provocado por el estupendo manto de polución que cubre la ciudad? Al final uno se queda tostadito.. y, si no, siempre queda el spa.

 

Niños gritando: En la playa los niños son felices, están jugando y demás, así que gritan, de puro placer. Aquí gritan de horror. Mucho más estruendoso, donde va a parar.

 

Total, que quien prefiera estar en la playa, tirado en la orilla, dejando que las olas lo envuelvan, relajado hasta el extremo, para luego volver a la toalla y besarte el tatuaje, se equivoca. Mucho mejor aquí, en la oficina, sin duda.

En Madrid, a 5 de agosto de 2005.

Hay días que no están hechos para uno.

Hay días que no están hechos para uno.

 

 

Hay días que no están hechos para uno. Días que, desde la noche anterior, uno desearía borrar del tiempo, saltar, crear una discontinuidad arbitraria y llegar directamente a pasado mañana. Al día después de mañana, que dicen los británicos.

 

Llegué a Madrid con dos horas de retraso en el vuelo desde Granada. Por supuesto, perdí la conexión con Bilbao y pude disfrutar de la generosidad de la que Iberia hace gala para con sus clientes (Javier Marías se quejaba en un artículo de que, desde las liberalizaciones, para estas compañías ya no somos viajeros ni pasajeros, sino clientes: Money makes the world go round, go round). Hotelito cutrón al lado del aeropuerto, cena de menú con el increíble mérito de hacer pasar por buena la que sirven en los aviones, un sueñecito, corto (el siguiente avión partía a las 6 de la mañana), y vuelta al aeropuerto donde tantas horas estuve el día anterior. El restaurante del hotel lleno de viajeros perdidos, cenando solos, con malas caras, cansados, hastiados, cabreados los más. En otros tiempos probablemente alguien habría tenido la iniciativa de sentarnos juntose iniciar una conversación "por no pasar por el horrible ritual de cenar sin compañía". Ahora tenemos los móviles, estamos comunicados y localizables veinticuatro horas al día, y podemos atronarnos unos a otros con la frase que más se ha pronunciado en el mundo desde que se popularizó el telefonino: "No te oigo bien, ¿tú me oyes?". Y aún hay quien piensa que 1984 es demasiado fantástico, demasiado irreal y exagerado: Orwell fliparía si levantase la cabeza: un tipo ha muerto tiroteado por la espalda por varios obedientes agentes de la policía británica. El Primer Ministro aseguró que lo sentían "desesperadamente", pero que no pensaba corregir la orden de "Tirar a Matar" dada a la policía, y la opinión pública británica aplaudía, partidaria de que a los de piel oscura que se salten los tornos del metro se les ametralle. "Encima de que vienen a quitarnos el trabajo", dicen en la City los trajeados consultores.

 

 "Tirar a Matar": de chicos teníamos un juego que se llamaba La Fuga de Colditz, consistía en hacer escapar a los prisioneros del Castillo de Colditz (cárcel para oficiales de la Segunda Guerra Mundial, fue uno de tantos famosos escapes), y luego, en la segunda parte del juego, hacerlos llegar a algún país seguro. Uno de nosotros (generalmente el mayor) hacía de Alemán: entre sus cartas de "Oportunidades" (los prisioneros teníamos pasaportes falsos, billetes de tren, túneles…) había una que era "Tirar a Matar". Usarla durante el juego era, sin embargo, una vergüenza. Suponía, por parte del jugador/nazi, reconocer que había agotado todos sus recursos, que no le quedaba otra que, visto que al prisionero le quedaba una casilla para escapar, abatirlo, por la espalda, de cinco disparos. Ahora me parece curioso: la carta existía en el juego, en ninguna parte decía que no debía usarse, pero entendíamos bien, en nuestra tierna infancia, que tirar a matar era el último, desesperado y nada honroso recurso, que justificaba la pataleta de la víctima ante el juego sucio. De hecho, el nazi solía dejar escapar al prisionero: perder el juego, vale, pero el honor...

 

En Bilbao, a 26 de julio de 2005.

Derrotando al Dr. Oscuro II

El Dr. Oscuro intentó en una ocasión atacar la ciudad con un ejército de arañas venenosas.

 

Por suerte, ese día era domingo y cada ciudadano tenía a mano el suplemento dominical de su periódico favorito. Así fue como, una vez más, derrotamos al Dr. Oscuro.

Derrotando al Dr. Oscuro I

Una vez, el Dr. Oscuro creó un Ejército de Ratas Oscuras que fue enviado a expandir la enfermedad y la insalubridad por todo el mundo.

 

Por suerte, la semana anterior había capturado y re-adiestrado el Ejército de Gatos Oscuros del Dr. Oscuro. Así fue como, una vez más, derrotamos al Dr. Oscuro.